jueves, 6 de junio de 2019

Edwin Sierra, Diario filosófico


Diario No. 1. Texto de reflexión: Experiencias en mi formación filosófica en relación con el género, la clase y la orientación sexual

Hablar de mis experiencias en mi formación filosófica relacionadas con el género, la clase y la orientación sexual, implica abarcar diferentes miradas y concepciones que he venido asumiendo y se han venido transformando a lo largo del tiempo. Es claro que todas estas experiencias constituyen un cúmulo de procesos que han hecho cuestionarme, dudar y replantearme frente a cosas que consideraba como dadas. No me detendré en precisar experiencias concretas de manera detallada, tan sólo esbozaré algunos elementos importantes de experiencias que me han marcado dejando una huella imborrable, de la cual se ha desprendido toda una transformación al mejor estilo de una metamorfosis. Una transformación que ha llevado tiempo, una transformación que me ha conducido a abandonar prácticas que para mí eran aparentemente normales. En otras palabras, una transformación que ha posibilitado una apertura hacia otros “yo” inexplorados.

En primer lugar, al iniciar mi formación filosófica, las experiencias que más me marcaron fueron aquellas vinculadas al tema de la clase. Mi formación filosófica había empezado en uno de los centro de adoctrinamiento que se disfrazan de claustros universitarios, los cuales detrás de la academia legitiman y aprueban el orden de dominación en el que hoy nos encontramos. Nada más y nada menos que la Uribersidad Sergio Arboleda, lugar donde se forman varias de las familias de la élite colombiana, basta mirar de a dónde se graduó el títere que hoy tenemos de presidente.

Allí estudié tres semestres gracias un convenio con la Universidad Nacional. Sin embargo, pasar los torniquetes de esa institución era vivir la marginalidad y la exclusión a flor de piel. Traer la coquita del almuerzo era toda una odisea mientras veía cómo la gran mayoría compraba su almuerzo de $20.000 elaborado con la alta gourmet de chefs internacionales con un servicio de lujo. Al subirme al ascensor, sacaba mi “panelita” mientras los demás ostentaban sus celulares táctiles alta gama y contaban cómo fue su viaje a Europa durante las vacaciones. Los profesores con su acento “aburguesado”, señalaban que la cabeza de los comunistas era como la de un pañal, así como el turbante que Piedad Córdoba llevaba puesto en su cabeza. Decían también que la UPN no era digna de profes, que no era más que un antro de marihuaneros que les gustaba perder el tiempo tirando piedra.

La rutina diaria en la Sergio con el tiempo se hizo cada vez más insoportable, tanto así que prefería pasar los “huecos” y leer las fotocopias en las instalaciones de la UPN. Allí encontraba mi lugar, me sentía como si el barrio llegara a la Universidad y la acogida de las y los estudiantes, pese a que no eran mis compañeros para ese entonces, era fraterna. Empecé a conocer gente y decidí presentarme nuevamente. Afortunadamente, logré pasar, y con ello, me libré de una deuda grande con el Icetex. Saber que iba a ser parte de la Educadora de Educadores me llenó de alegría. Encontré en la UPN mi lugar. En últimas, una cuadra y un abismo separan a la opulenta Sergio Arboleda de la humilde y gloriosa UPN. Sentir el clasismo en carne propia, reafirmó muchas de las ideas y convicciones que venía asumiendo desde el colegio y me llevó a desarrollar actividades de activismo y militancia política en diferentes espacios.

Empecé a formarme políticamente y entendí que el trabajo revolucionario era una tarea permanente de día y noche. Me volví profe de un Pre Icfes Popular en el que antes había participado como estudiante y emprendí una larga travesía por la Educación Popular que hoy no termina, y que incluso se ha convertido en parte importante de mi trabajo de grado. Comencé a comprender las distintas formas de opresión, especialmente las opresiones de clase que eran las de mi mayor interés. No obstante, la militancia también me hizo dar el primer paso para adentrarme y conocer las opresiones de género. En medio de la apertura y diversidad que caracteriza a la UPN, reconocí una parte de mí que había rechazado y ocultado a lo largo de mi vida, la cual me había costado afirmar. Había conocido la Teoría Queer y fue llamativo encontrar punkeros que se asumían como maricones. Dio un paso más adelante, y reconocí mi homosexualidad desde un ejercicio de liberación conmigo mismo y con mi cuerpo. Empecé a explorar deseos, gustos, percepciones y puntos de vista nunca antes vistos.

Reconocerme como homosexual no fue difícil en mis círculos sociales de militancia y en la Universidad. Por el contrario, había recibido mucho ánimo y entusiasmo por parte de mis compas, amigas y amigos. Pero en mi entorno familiar ha sido bastante complejo. Nunca tuve el valor de hablar con algunos de mis familiares sobre mi orientación sexual, así que el tiempo se encargó de que todo se descubriera. Es lamentable sentir cómo este tema sigue siendo un secreto a voces.

Otro de los puntos de quiebre más fuertes que he tenido, ha sido en relación a las violencias de género y a los micro-machismos que se reproducen y perpetúan de manera silenciosa e inconsciente. Conocer y comprender el feminismo no solamente se trata de valorar la importancia histórica de las luchas y reivindicaciones de las mujeres frente a las relaciones de desigualdad y opresión que las rodean. También implica reconocer y problematizar privilegios, cuestionarse permanentemente, así como replantear y transformar aspectos de nuestra vida personal que se trastocan con lo político. Muchas veces desde nuestros lugares privilegiados de enunciación como hombres, huimos a las denuncias de violencia hacia nuestras compañeras, dejamos todo en el silencio, o en el peor de los casos, defendemos a los agresores por ser nuestros amigos o compañeros de militancia. Esto sin duda, es bastante repudiable y ha sido realmente desbordante, puesto que representa -un largo proceso de cuestionamiento, incluso frente al modo en cómo sostenemos nuestras relaciones sexo-afectivas.

Porque lo gay no nos quita lo macho, ni ser de izquierda tampoco. Por eso y mucho más es que la transformación de realidades debe ser en múltiples vías y ámbitos, y debe pasar también por lo individual y colectivo a través de procesos de ruptura con nosotros mismos y con lo que se ha construido culturalmente de nosotros como hombres.

Por último, vale la pena mencionar la consigna que muchas organizaciones de mujeres y de disidencias sexuales han asumido: ¡la revolución será feminista o no será! Pero así mismo considero que ¡el feminismo será con conciencia de clase o no será!

Diario No. 2: Perspectiva decolonial del feminismo y cuestionamiento del mandato de la masculinidad

Entrando en materia con el tema central del seminario, se establecieron las relaciones existentes entre feminismo y colonialidad. A mi modo de ver, uno de los aportes más interesantes de la sesión fue el vínculo entre el feminismo y los procesos de conquista en América. Este vínculo es postulado por la pensadora italiana Francesca Gargallo. Para Gargallo (2012), existe una feminización hacia las comunidades ancestrales, evidenciada en el ejercicio de dominación desarrollado en el marco de la colonización. La feminización se entiende como un acto de subordinación hacia las comunidades ancestrales, en la medida que estas eran concebidas como objeto de conquista para los colonizadores. En esta dinámica, existe una relación paternal hacia las comunidades, las cuales son controladas bajo una falsa pretensión de protección fundamentada en una supuesta condición de vulnerabilidad per se, que niega la capacidad de agencia de las comunidades para su progreso y desarrollo. Al ser vulnerables, las comunidades son vistas como objeto de violación, dando lugar a una explotación socio económica sobre sus cuerpos. La protección ofrecida por los colonizadores, entonces, constituye una condición de obediencia y explotación hacia las comunidades sustentada en el discurso civilizatorio occidental. A partir de lo anterior, nociones como la del patrón, las posesiones señoriales, el sistema de hacendados y la esclavitud son entendidas como manifestaciones concretas del patriarcado en la sociedad colonial.

Esta reflexión permitió cuestionarme acerca de lo que podría ser una genealogía del patriarcado, de dónde viene, cómo surge, cuáles son sus orígenes…A lo que me respondo diciendo que el patriarcado es un sistema socio cultural de dominación, explotación y opresión hacia las mujeres y hacia aquellas identidades que están por fuera de la normalización dominante de la masculinidad. El patriarcado es una herencia cultural del proceso de colonización, de allí que se encuentre permeado en diferentes capas de las sociedades occidentales y occidentalizadas1. La expresión más cotidiana del patriarcado es el machismo, el cual está instaurado en múltiples creencias que han sido heredadas culturalmente en esferas sociales como la escuela o la familia. Incluso, el machismo es reproducido inconscientemente al hacer parte de un entramado cultural hegemónico que muchas veces pasa desapercibido y pone de relieve la violencia simbólica como manifestación sistemática de la opresión.

Anteriormente, entendía el machismo como la violencia directa hacia las mujeres. Recientemente, y a partir de una serie de experiencias personales que han repercutido en mi militancia política, he comenzado a comprender que el machismo es algo que se encuentra internalizado por hombres y mujeres. No obstante, es reproducido en gran mayoría por los hombres, dado que los sitúa en una posición privilegiada en el sistema patriarcal, esto es, en una zona de confort a la que muchos aún no quieren renunciar. Luego entonces, el machismo no se resume solamente en el hecho de agredir a una mujer, sino en aquellas actitudes, creencias y comportamientos que en nuestra vida pública y privada esconden una serie de violencias simbólicas que no se logran ver de manera directa, en la medida que hacen parte de construcciones socioculturales hegemónicas de carácter normalizador. Por tanto, conviene subrayar la famosa premisa de “lo personal es político”: el modo en cómo nos relacionamos y comportamos en nuestros vínculos socio afectivos refleja en gran medida qué tan proclives estamos a ser violentos aun cuando no ejercemos violencia directa, sino una dominación sutil y camuflada que legitima nuestros privilegios como hombres.

A muestra de un botón, el machismo es silenciosamente legitimado con lo que la antropóloga feminista argentina Rita Segato denomina como el mandato de la masculinidad. La masculinidad no solamente es un rol de comportamiento social y un rango de perfomatividad establecido a través de una diferenciación biológica binaria y reduccionista, también es todo canon de normalización dominante sustentado en las conductas que como hombres hemos reproducido e interiorizado culturalmente. Se nos ha enseñado a ser violentos, gritones, pataletosos, a mandar la parada siempre, a ser rudos, varones y viriles, y a no demostrar nunca lo que sentimos porque nos hace débiles. Esto genera y reproduce toda una legitimación de diversas manifestaciones de violencias, desde la más sutil hasta la más atroz. Como hombres, hemos sido construidos bajo el rótulo de la violencia.

Otro elemento importante que define el mandato de la masculinidad es la fragilidad. Si no se hace lo que queremos, entonces nos tornamos agresivos o nos incomodamos fácilmente. Si se nos dice que somos niñas o que parecemos nenas, entonces reaccionamos airadamente para decir que no lo somos, que somos machos y que nadie puede poner en duda nuestra hombría. Cualquier alusión a la feminidad es tomada como un insulto porque no queremos que se nos cuestione lo “fuertes” que somos. La fragilidad de la masculinidad se explica por el miedo y la humillación de perder el privilegio y el control en nuestras relaciones sociales y sexo afectivas.

En ese orden de ideas, la masculinidad podría entenderse como un correlato de la lógica de conquista de los colonizadores europeos al feminizar las comunidades ancestrales abyayalences mediante la explotación socioeconómica y dominación cultural. Como hombres, se nos ha inculcado e impuesto el mandato de desarrollar un ejercicio de dominio que no puede ser puesto en duda bajo ninguna circunstancia. Por lo tanto, la tarea que tenemos como hombres es la de cuestionarnos permanentemente frente a nuestras prácticas, con el fin de eliminar las variadas formas de opresión propiciadas por el patriarcado, apostando a la construcción de relaciones igualitarias, fraternas y solidarias, mediadas por el cuidado y el apoyo mutuo.

Finalizo mi reflexión con este meme de elaboración propia para aportar puntos de vista, y de este modo, enriquecer el debate.



Referencias:

Gargallo, F. (2012). Rutas epistémicas de acercamiento a los feminismos y antifeminismos de las intelectuales indígenas contemporáneas. En: Feminismos desde Abya Yala. Ideas y proposiciones de las mujeres de 607 pueblos en nuestra América. Bogotá: Desde Abajo. 46-107 pp

Diario No. 3: La etnificación como forma de otrificación

En este encuentro, abordamos la definición de etnia, entendida como un proceso de aparente dignificación que posee ciertos riesgos al momento de preguntarnos acerca de lo que significa etnificar. Puesto que en vez de reconocerles un lugar a las comunidades, se les segrega al ser enunciadas como un “otro” a comparación de la carga totalizante de los términos “nación” o “ciudadano”. Prima una única identidad por encima de otras, las cuales son enunciadas al margen de un orden de homogenización que no reconoce a las comunidades ancestrales y les niega el status de ciudadano, lo que genera una vulneración a sus derechos.

Esto se explica en la medida que la etnificación hace pensar que las comunidades indígenas son grupos por fuera del Estado y en esa lógica han tenido que luchar por el acceso a los derechos y necesidades. Otorgarles el status de etnias hace que se les niegue su posición como alternativa a la soberanía del Estado. En ese sentido, no se les concibe dentro de las dinámicas del Estado nacional moderno, sino que son grupos sociales invisibilizados y segregados al negarles su soberanía en el territorio. Por lo tanto, a las comunidades se les violenta, dado que se les otorga una identidad que no corresponde, una identidad que excluye y segrega. En otras palabras, la etnificación constituye una forma de otrificación.

Esto me hizo pensar nuevamente en aquellas formas de violencias que son silenciosas, ocultas y que no se logran ver con facilidad. Al concebir la etnificación como un modo de otrificación, nos damos cuenta que en la enunciación se desarrollan acciones violentas perpetuadas desde el lenguaje. Por un lado, se invisibiliza a las comunidades al negarles su verdadero lugar de enunciación, o incluso al ni si quiera nombrarlas dentro del universo vocabular de los sujetos hablantes, cuyas producciones lingüísticas son resultado de un proceso de colonización. Por otro, se jerarquiza y excluye a las comunidades al enunciarlas bajo la categoría de etnias, las comunidades no son ciudadanos, y en ese sentido, no hacen parte de las democracias occidentales. A simple vista, esto constituye una dinámica de exclusión en tanto que se inscribe en la lógica de centro-periferia. El centro, en este caso, sería el Estado nacional moderno occidentalizado y la periferia son las comunidades que están por fuera del núcleo central del sistema político constitucional. Desde el lenguaje, la legislación y los modos de comunicación, encontramos múltiples vulneraciones a las comunidades que aparentemente no son violentas, sino incluyentes y democráticas. No obstante, al etnificar a las comunidades las segregamos y las enunciamos como una cosa extraña, como algo que no hace parte de nuestro entramado de significación, el cual es unitario y homogéneo.

Sin lugar a dudas, hay una acción violenta circunscrita en el plano de lo simbólico, dado que no hay un ejercicio directo de la violencia, sino una marginalización oculta disfrazada de nobles intenciones al categorizar a las comunidades bajo la carga semántica de etnia.

Diario No. 4: Hacia un pluralismo epistemológico crítico

Durante esta sesión, uno de los aportes que más me llamó la atención fue el de la división del trabajo intelectual propuesta por la antropóloga Rita Segato en “la perspectiva de la colonialidad del poder” (2014). Para Segato, existe un norte epistémico, el cual produce conocimiento y paradigmas teóricos, a diferencia del sur epistémico, el cual consume las producciones elaboradas en el norte y comúnmente no produce conocimiento. Geográficamente, entendemos el norte epistémico como los países desarrollados cuyas posibilidades de producción epistémica son amplias, mientras el sur epistémico está representado en los países colonizados y sub desarrollados caracterizados por sus escasos desarrollos teóricos e investigativos. Esto genera un flujo de saber desigual marcado por los rezagos de la colonialidad.

Sin embargo, Segato propone invertir esa lógica del norte y el sur epistémico al rescatar cuatro teorías que han sido producidas desde el sur y son constantemente consumidas por el norte epistémico. Personalmente, dos de estas teorías conmovieron mi mayor atención: la Educación Popular y la Teología de la liberación, esto en vista de mi cercanía con los acumulados y contenidos de estas vertientes, en especial con la Educación Popular. De acuerdo con Segato (2014) estos referentes teóricos contrarían la dirección del flujo desigual del saber al convertirse en paradigmas analizados y estudiados por el norte, poniendo en duda aquellos planteamientos que consideran que el sur epistémico no es productor de conocimiento.

A grandes rasgos, la Educación Popular es una propuesta político-pedagógica latinoamericana que busca la transformación social a través de un quehacer educativo que parte de las desigualdades sociales y cuestiona el modelo educativo al caracterizarlo como bancario, jerarquizado y acrítico, en la medida que mantiene el orden de injusticia y opresión. Por su parte, la teología de la liberación se fundamenta en la fraternidad y humildad cristiana reivindicando el papel de la iglesia desde una misión humanizadora orientada al cambio social. Ambas teorías constituyen proyectos liberadores que desde la acción revolucionaria tienen el propósito de transformar la realidad social latinoamericana.

Estos proyectos tienen toda una fundamentación teórica que convierten al sur epistémico en un lugar que produce saberes desde las complejidades del contexto latinoamericano, descentralizando la occidentalidad epistémica para dar lugar a la decolonialidad del pensamiento, entendida como una apertura y deconstrucción de los saberes. Esto me hizo pensar en la perspectiva del educador popular Marco Raúl Mejía (2015), quien desde la negociación cultural propone lo que denomina como un pluralismo epistemológico crítico. Se desdibuja la universalidad del conocimiento para reemplazarla por una multiplicidad de cosmogonías, visiones de mundo, tradiciones y valores, la cual no cae en una suerte de relativismo de los saberes, puesto que se encarga de darle voz a aquellos saberes que han sido negados e invisibilizados por cuenta de la unilateralidad del discurso hegemónico occidental, el cual ha sido construido desde la dominación política y cultural. De modo que reivindica la diversidad e intersectorialidad entre aquellos grupos sociales que han sido sistemáticamente marginalizados, pero a su vez posee unas líneas comunes de pensamiento y acción sustentadas en una ruptura epistémica y cultural con los saberes hegemónicos, y a su vez, en una transformación real de las condiciones de dominación que han rodeado la historia latinoamericana. Por tanto, este pluralismo epistemológico crítico propone crear y producir saberes desde nuestras raíces, lo que a mi modo de ver constituye un aporte valioso en el camino de la transformación, pues no se trata solamente de transformar las injusticias sociales desde una visión de clase como lo proponen algunas corrientes del marxismo tradicional, sino también de tener en cuenta las otras opresiones que no están estrechamente relacionadas con el ámbito socio económico, tales como las de género y raza, las cuales establecen otras miradas y saberes que enriquecen la acción revolucionaria de los proyectos liberadores latinoamericanos. De allí que la transformación no solamente se defina como un proyecto político, también es toda una concepción decolonial y despatriarcalizada en la que nos transformamos a nosotras mismas, esto es, transformar cómo pronunciamos el mundo, cómo pensamos, cómo nos comportamos, en últimas, cómo nos hemos constituido como sujetos en un sistema global que nos convierte también en opresores sin darnos cuenta.

Referencias:

Mejía, M.R. (2015). Diálogo-confrontación de saberes y negociación cultural. Ejes de las pedagogías de la educación popular: Una construcción desde el sur. Pedagogía y Saberes. 43, 37-48.

Palermo, Z & Quintero, P. (2014) Aníbal Quijano: Textos de fundación, Buenos Aires: Ediciones del Signo. Capítulo: Rita Laura, Segato “La perspectiva de la colonialidad del poder”.

Diario No. 5: Binarismo, patriarcado y heteropatriarcado

Durante esta sesión, abordamos y definimos tres conceptos que han marcado mi vida sexual y emocional dado que han posibilitado múltiples transformaciones, entre ellas reconocerme como homosexual, o dicho de mejor forma, como sujeto transgresor de la dinámica normalizadora que ha sido impuesta hacia los cuerpos a través de la heteronorma y el patriarcado. Estos conceptos son el binarismo, el patriarcado y el heteropatriarcado, los cuales han permitido configurar y reconfigurar mis sentires, afectos, atracciones y gustos, pero también han permitido desarrollar un ejercicio permanente de cuestionamiento en torno a mis prácticas.

Por ejemplo, a lo largo de este seminario he profundizado mis reflexiones no solamente en relación a la heteronorma, sino también a lo que se conoce como la homonorma, pues en un primer momento realice toda una apertura en el hecho de reconocerme como homosexual, pero eso no me hizo desprovisto de reproducir prácticas machistas en mis relaciones sexo afectivas, tales como la incomodidad hacia la estética y comportamientos femeninos, el control y los celos en los vínculos que entablaba, así como la lógica de desechabilidad de los cuerpos y el extravismo emocional. Por tanto, en este seminario además der estar enriqueciendo mis aprendizajes relacionados con el género, la clase y la raza; también he cuestionado profundamente la forma en cómo me relaciono con otras personas en mis lazos afectivos y de cómo concibo mi cuerpo y mis actitudes como sujeto homosexual crítico en proceso de deconstrucción.

Uno de los aportes que más me interpeló en la sesión fue la premisa: “Todo patriarcado es heteropatriarcado en tanto que se fundamenta en la constitución del deseo y en los roles binarios”. Esto me hizo pensar que tanto patriarcado y heteropatriarcado van de la mano, en vista de que se encuentran entrelazados en manifestaciones como el sexismo y el binarismo. No obstante, es importante tener en cuenta las precisiones terminológicas entre estos dos conceptos, ya que no es gratuita su diferenciación fonética y semántica. El heteropatriarcado tiene una relación estrecha con el mandato heterosexual, esto es, con el status de regularización y normalización de los cuerpos en diferentes escenarios y capas de la sociedad donde se impone la heterosexualidad como el único modo de sentir, percibir y desear. Por su parte, el patriarcado posee una vinculación intrínseca con el sexismo, es decir, con la diferenciación jerárquica y desigual de los roles de género construidos social y culturalmente a partir de la diferenciación biológica de los cuerpos que ha sido constituida desde la concepción hegemónica del discurso científico moderno. Esto pone de entrada el concepto de binarismo, sustentado en la clasificación de los cuerpos en dos polos aparentemente opuestos que son determinados biológicamente: lo masculino y lo femenino, desconociendo otras identidades que también hacen parte de la naturaleza biológica y que han sido invisibilizados por la homogeneidad de la ciencia moderna. Las categorías “hombre” y “mujer” son determinadas socialmente a partir de su diferenciación biológica y son producto del proceso de colonización. Pues haciendo una mirada hacia otras culturas, encontramos identidades como la “Ana-hembra” y el “Ana-macho” que no están mediadas necesariamente por el binarismo, en vista de que son cuerpos cuya diferenciación biológica no las determina socialmente. Por ende, la colonización interfiere no solamente en el plano de las construcciones socioculturales (ámbito de la mente), sino también en el binarismo sexual y de género (ámbito del cuerpo). Cuerpo y mente han sido repercutidos por los procesos de conquista y dominación cultural.

Los anteriores aportes y reflexiones me hicieron pensar en la necesidad de despatriarcalizar todas las relaciones y de deconstruir aquellos ejercicios de dominación que tenemos interiorizados, por medio del cuestionamiento y la transformación permanente de nuestros sentires, afectos y prácticas. El entrelazamiento entre patriarcado y heteropatriarcado se encuentra tan interiorizado que nuestros comentarios, comportamientos y hasta chistes lo reproducen inconscientemente, reflejando las repercusiones del proceso de colonización. Lo que me lleva a comprender dicho entrelazamiento bajo la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, donde existe alguien que domina, afirmando su papel como dueño o propietario de un objeto; y otro cuerpo el cual es dominado y acepta la relación servil con su amo al no tener otra opción que la esclavitud o dominación. El cuerpo dominado es objeto de producción desde una condición opresiva de la que es difícil desprenderse, pues se encuentra en la dicotomía entre la esclavitud y la muerte. En el caso del patriarcado y del heteropatriarcado, al igual que en el de la colonialidad, el cuerpo dominante es el hombre masculinizado que ejerce dominio con el cuerpo de la mujer y de las identidades no binarias al tratarlas como objeto para su servicio. Existe entonces, una dinámica de esclavitud en la que no sólo está presente el género, sino también la raza, al analizar los procesos de colonización. Los cuerpos se objetivan y se subordinan al dominio de la figura masculina y blanca en todas las esferas sociales: El hogar, la familia, la escuela, la iglesia, el Estado, las relaciones sociales y sexo afectivas, entre otras. De allí la necesidad de pensar y desarrollar procesos de liberación que irrumpan con las dinámicas de opresión y dominación de los cuerpos y de las mentes, posibilitando el desprendimiento y aniquilación del patriarcado, el heteropatriarcado y la colonialidad como estructuras hegemónicas.

Esto último también implica no solamente cuestionar el heteropatriarcado, sino también la homonorma como manifestación concreta del patriarcado en los comportamientos y vínculos homosexuales, puesto que el hecho de reconocernos como homosexuales no nos hace desprovistos de reproducir prácticas machistas en nuestras actitudes y al interior de nuestras relaciones. Por ello, es importante problematizar permanentemente la constitución de nuestros deseos y la forma en cómo nos relacionamos, pues desde prácticas pequeñas también legitimamos el patriarcado y la colonialidad como esquemas de opresión internalizados y normalizados.





1 Sin embargo, existe un acalorado debate alrededor de este tema, pues también hay posturas que afirman que el patriarcado no necesariamente es una herencia colonial, sino que es un elemento que ha constituido la historia misma de la humanidad desde sus orígenes.