miércoles, 29 de abril de 2015

Reflexión, Diana Acevedo

Estar al borde del lenguaje. Estar al borde del mundo
Respuesta a “Fenomenología del daño: el “mal aire” y los rasgos del no- mundo para los habitantes de El Placer” de Angela Uribe


Lo recuerdo y las palabras están dormidas,
acoquinadas por este daño que viene como una maldición y
 nos convierte en un padecimiento vivo,
en una tristeza sin suspiros, en mal sin queja,
en un exterminio sin grifo.
Las fuerzas y el corazón se concentran en no desaparecer uno
en esta bolsa sanguinolenta y afligida
que pierde el impulso del rechazo a la humillación
que supone doblegar al otro, imponerle una voluntad ajena,
extirparlo de su vida, vaciarlo de posibilidad,
instancia de reclamo y reparación hasta enloquecer de pena y desconcierto.
El desuso de las palabras les quita su poder,
la virtud con que enfrentan el mundo y terminan de darle forma
(Burgos Cantor, La ceiba de la memoria)


Me enfrento aquí y ahora ante la pregunta por la experiencia del daño a través del texto de Ángela Uribe. En Colombia, país colonizado con un lastre de violencia enconado en su historia, la experiencia del daño no solo es cotidiana y compleja, sino que además pertenece a la memoria que compartimos sobre esta geografía. Y entonces me pregunto cómo recibir una experiencia que no he padecido en primera persona, pero que me concierne y me interpela. Cómo aproximarme desde un mundo pleno de sentido, aunque variable y sujeto a constante modificación, al borde, al filo del sentido donde el horizonte se desvanece, donde quizás el espacio y el tiempo detienen su expansión. Quiero hacer énfasis en la metáfora geográfica del espacio de sentido como un horizonte; la pérdida del mundo es un destierro que no implica un cambio de lugar de habitación, sino la pérdida de toda posibilidad de habitar el mundo. No hay cambio de lugar, sino desaparición de todo lugar, un no-lugar. ¿Qué significa este destierro? ¿Qué es lo opuesto al horizonte, o la negación del horizonte? El encierro. La reclusión. El horizonte nos indica por dónde continua y se expande el espacio, nos invita a movernos y recorrerlo; en oposición, el daño nos arranca del mundo en cuanto niega la condición de apertura del horizonte y nos recluye en un recinto cerrado, sin válvulas de escape, puertas o ventanas, y en ese sentido nos inmoviliza. 

El tipo de daño que sufrieron los habitantes de El Placer no solo se dio directamente sobre la experiencia del mundo, sino también de una manera indirecta y arrasadora sobre sus condiciones de posibilidad. Habitar el mundo implica tener la capacidad de atribuirle sentido, tener capacidad de movimiento, acción y producción. De modo que el mundo nos sea arrebatado implica quitarnos esas capacidades, eliminar sus condiciones de posibilidad.

Si aplico esta metáfora del horizonte y el recinto a la posibilidad de darle sentido al mundo, y con ello, de compartir con otros tanto el mundo como el sentido, reconozco que el lenguaje se estrecha al tiempo que se estrecha el mundo. Sin embargo, cuando doy el salto cualitativo a la experiencia límite de la pérdida del mundo, y del no-lugar, observo que el lenguaje, aunque limitado, no pierde del todo su capacidad expresiva. El mal aire y los aires fríos de la muerte, como nos dice la autora, son términos en sí mismos elocuentes. Estas expresiones nos indican el vacío o la ausencia de posibilidad de constitución de sentido que sobreviene en una experiencia del daño de este carácter. ¿Cómo es posible señalar con sentido la pérdida del sentido?

El lenguaje, al parecer, tiene una plasticidad especial que nos permite usarlo para indicar experiencias que rebasan sus límites. Si bien el correlato de la pérdida del mundo es la pérdida del sentido, no por ello perdemos todas las posibilidades expresivas del lenguaje, en la medida en que podemos indicar con él esa pérdida. Por medio del lenguaje se puede indicar lo que no se puede decir o describir. Aunque lo que se indica aquí es la pérdida de la intersubjetividad, de la comunicabilidad propia del sentido, este uso plástico del lenguaje nos permite hablar de al menos una capacidad que sobrevive a la demolición del mundo. Esto en modo alguno nos devuelve el mundo que nos fue arrebatado, pero quizás le abre un resquicio de aire o de luz al encierro en el que nos deja confinados la pérdida. 

Si hay una pérdida de la fe perceptual, de la confianza en la estabilidad de nuestras experiencias y de nuestra capacidad de acción espontánea y fluida, si hay una pérdida de la experiencia del mundo como algo compartido y en ese sentido dotado de alguna estabilidad, se puede notar cómo la gravedad del daño es infinita. Pero es digno de notar cómo quienes habitamos el mundo y no hemos sido desterrados podemos reconocer que no es posible tener acceso a esa experiencia límite, si bien es posible reconocer que hay un vacío insondable entre nosotros. Esto ya es un tipo de reificación de la experiencia de la víctima del daño. Esto es muy importante en la medida en que permite concederle existencia y realidad a esa experiencia, en lugar de reducirla a un sinsentido, que corre el riesgo de diluirse y asociarse a la no existencia, a algo que no puede ser porque no puede ser dicho. Parménides nos dice que lo que no es pensable, no es en absoluto, no puede ser. Pero la experiencia del daño, al ser puesta en términos de una expresión ambigua, denota que algo que es y parece que no puede no ser, no puede ser pensado, ni puede ser dicho. En esto consiste la manifestación de la gravedad suprema de esta experiencia. El tipo de comprensión que el uso plástico del lenguaje nos ofrece respecto de esta pérdida implica el reconocimiento de algo inabarcable e inimaginable. Nos ubica ante nuestros propios límites. 

La experiencia del daño que padecieron los habitantes de El Placer me interpela y me concierne. Me encuentro con la contundencia del hecho de que es o de que existe; en medio del mundo humano del que hago parte, me encuentro con la presencia irrenunciable, siempre sugerida y ambigua, de ese no-mundo.


Diana Acevedo
La Soledad, Bogotá
Abril de 2015

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