lunes, 8 de junio de 2015

Reflexión, Diana Acevedo

Estar al borde del lenguaje. Estar al borde del mundo. Segunda parte

A propósito del informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, capítulo V “Las memorias de los sobrevivientes” (2013) Bogotá: Centro de Memoria Histórica.

[Selección de forma (Lang, 1983): texto performativo]

"Para mí son todos fantasmas, actores y escenarios de una obra que ya terminó, y vinieron los utileros y alzaron con todo y ya cayó el telón, (...) un fantasma, y fantasmal por completo este país"
(Laura Restrepo, Delirio)

“Todo este absurdo [del secuestro] me cruza por la cabeza como una secuencia de alucinaciones cada vez más crueles. Nunca recuerdo el paso de las horas o simplemente de los días. Todo está aquí en un tiempo congelado, es un duelo en el que todas las secuencias se agolpan, y vuelvo a sentir miedo, luego físico terror y, sin quererlo, termino hablando sola”
(Germán Castro Caycedo, La tormenta)


Termino de leer. Cierro el documento y respiro profundo. Un silencio hondo me embarga, una fuerza poderosa me obliga a callar y me deja sumida en un estado de estupor. He tenido que detener la lectura varias veces, respirar profundo una y otra vez. ¿Qué significa acompañar un relato? Más allá de la intención de comprender un fenómeno que se me presenta, la violencia en Colombia, la historia del conflicto interno y las consecuencias de la convivencia con el terror de la guerra, me quedo en el borde de la pregunta por el horizonte que se cierra, por el encierro y la reclusión; la pérdida del mundo de la que Ángela Uribe nos hablaba en días pasados. Estoy acá en plena vida urbana, habitando un espacio y un tiempo inconmensurable con el tiempo y el espacio de las víctimas que relatan lo que leo. En este breve texto me propongo llevar a cabo un acercamiento, aproximarme cuidadosamente a los testimonios, dejar que pasen por mi cuerpo de algún modo sus experiencias, ¿cómo aproximarse a un relato hecho desde el borde de la experiencia, al punto en que parece aniquilarse la posibilidad misma de la experiencia?

Me sorprende la modalidad particular de mi experiencia de lectura de estos relatos. Aún cuando el informe del Grupo de Memoria Histórica “¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad” presenta los testimonios en un contexto de documentación y análisis, esta vez la lectura difiere de otras experiencias de lectura. Si bien es cierto que parece acercarse más a la experiencia de la lectura de textos literarios, me sorprende sobre todo encontrar una diferencia tan radical con los textos filosóficos que acostumbro leer. Lo que me presentan estos relatos son huellas o indicios de sucesos que aunque ocurrieron en puntos concretos del tiempo y el espacio, dada su magnitud y su carácter ejercieron una ruptura en el tiempo y en el espacio: “'El pelao' era como si tuviera el cuerpo en la tierra y el alma en otra parte, porque él tenía la mirada perdida como no sé adónde...” (Basta ya, p. 334). 

Los límites del lenguaje son los límites del mundo. El ámbito de lo que puedo expresar con sentido, de lo que puedo comunicar corresponde o es un correlato del ámbito de lo que puedo experimentar con otros y en ese sentido podemos hablar de un mundo compartido, cohabitado. Mundo significa entonces mundo compartido, ¿por quiénes? Por aquellos que se comunican; las condiciones de habitabilidad serán entonces las condiciones de la comunicabilidad y de la experiencia. Pero compartir lingüísticamente el mundo va más allá de proferir sentencias articuladas bajo una sintaxis y semántica predeterminadas. El hecho de que lenguaje y mundo sean correlativos no implica que uno le dé articulación al otro. Tanto la experiencia como el mundo y el lenguaje requieren, para estar dotados de sentido, una forma de articulación que cumpla con unas condiciones de estabilidad y coherencia interna. De nuevo: “'El pelao' era como si tuviera el cuerpo en la tierra y el alma en otra parte, porque él tenía la mirada perdida como no sé adónde...” (Basta ya, p. 334). La presencia corporal de este muchacho, la capacidad expresiva de su mirada después de presenciar la masacre de Bojayá (2002), nos remiten al impacto de la experiencia de terror y aniquilación por vía de la violencia: la suspensión o desarticulación de su modo habitual de estar en el mundo, y con él la posibilidad de hablar de él y experimentarlo con solvencia, se pierde el anclaje en la estabilidad y coherencia recién mencionadas. No es marginal ni accidental que luego de que llegaran 'el pelao' con el 'viejito' cabizbajo y llorando con la noticia, tuvieran que esperar a que llegara gente “más despierta” para tomar la iniciativa de tratar de retirar los heridos. La experiencia en carne propia de estos actos de brutalidad y terror nos destierra del mundo, esa mirada perdida, como si estuviera perdida en otro mundo parece reflejar una especie de destierro. María Antonia, mujer wayuu, madre de Margoth, luego de ser testigo de cómo los paramilitares se llevaron a su hija y conociendo las atrocidades que ello traía consigo, “quedó muda de pena y dolor” (Basta ya, p. 332), desterrada del mundo solo en ocasiones recuperaba la consciencia para decirle a su nieta: “Esta no es mi casa ¿dónde están mis pollos? ¿dónde están mis chivos? ¿dónde están mis burros?” (Basta ya, p. 332).

Se entiende entonces el carácter monstruoso con el que los relatos describen muchas veces a los victimarios, aún con el reconocimiento su humanidad; se entiende entonces el hecho de que los perpetradores se experimentan en muchas ocasiones como seres ajenos al mundo de la vida cotidiana, como monstruos con caras desfiguradas: la tortura y el asesinato, en una palabra, el terror irrumpe de una manera tal que parece provenir de otro mundo y tener la capacidad de desarticular el propio. Las preguntas “¿por qué a nosotros? ¿por qué tuvo que pasar lo que pasó?” (Basta ya, p. 337) no son únicamente preguntas, son sobre todo indicaciones de la irracionalidad de lo que sucedió. Irracional significa aquí por fuera de la coherencia interna y estabilidad del mundo compartido: hay una impresión muy fuerte en los relatos de que los hechos ocurridos no pertenecen, ni son explicables dentro de la lógica del mundo que habitaban los vecinos y pobladores de los lugares azotados por este tipo de violencia sistemática y profunda. Claramente es posible dar una explicación sociológica, histórica y política de lo ocurrido en estas poblaciones, pero estas explicaciones no agotan las preguntas recién citadas, ni responden a la inquietud vital de quién las enuncia. Pues su enunciación se da un contexto y por una persona cuya experiencia límite, cuyo contacto con el dolor y el sufrimiento dota de un sentido distinto las palabras que componen dichas preguntas. Mi impresión es que no podemos leer estos testimonios solamente como reportes documentales de sucesos históricos y políticos. Estos relatos contienen una carga de experiencia muy particular: no solamente están cargados de emotividad y son ricos en detalles  contextuales, son relatos que nos hablan de una experiencia extraordinaria, de una experiencia límite, de un modo de ruptura o desarticulación del mundo. Las experiencias que se relatan y el modo cómo refieren y evocan una especie de no-mundo, para usar los términos de Ángela Uribe, no se agotan ni se pueden agotar en estos relatos, quedan más bien asomadas, meramente indicadas a través de ellos. La pérdida del mundo, la pérdida del lenguaje y de la posibilidad de la experiencia que está siendo expresada en los relatos queda tan solo asomada y la elocuencia de sus expresiones denota justamente algo inabarcable. 

Por eso entonces no me sorprende que me suden las manos, incluso que sienta palpitar mi corazón con mucha fuerza a medida que avanzo en la lectura; que incluso me tiemble un poco la voz y que me embargue una tristeza profunda, una sensación de desolación y de pérdida.  Esto que me hace el texto en el cuerpo y el ánimo es tan solo una pequeña resonancia de estos relatos, de estas experiencias que se asoman a través de ellos. Esto que siento es tan solo el efecto de una sensación de abismo o una pérdida que se deja entrever, que se me aproxima de una manera opaca y atenuada. Yo sigo acá en Bogotá, y saldré en un rato a tomar café con unos amigos, iré a mis clases mañana como habitualmente lo hago y procuraré mantener la estabilidad y coherencia que tienen esas experiencias para mi día tras día. Debo confesar que me cuesta trabajo pensarlo, imaginarme continuando mi vida como si esta lectura no hubiera pasado por mi. La lectura de estos relatos removió un poco la estabilidad y fluidez con la que me muevo día a día. Me abruma pensar cómo lo que puede presentarse para mi de la magnitud de esta desarticulación del mundo, de su pérdida por parte de las víctimas, es tan solo una pequeña punta de un gigantesco iceberg bajo el océano; o la sensación de una ligera vibración que a miles de kilómetros de distancia fue un devastador tsunami. 

Diana Acevedo
La Soledad, Bogotá
Abril de 2015

No hay comentarios.:

Publicar un comentario