viernes, 8 de mayo de 2015

Narración, Paola Valbuena

El Placer. Un pueblo sin mundo


A propósito de “Fenomenología del daño: el “mal aire” y los rasgos del no-mundo para los habitantes de El Placer” de Ángela Uribe Botero.

Hay relatos que reflejan alegría, otros que son esencialmente la tristeza de quien lo narra; hay por ejemplo historias que emocionan y algunas otras que son escuchadas indiferentemente. Ésta no es una historia de esas, es más bien de aquellas que no se entienden, donde las experiencias contadas no nos remiten a nada que conozcamos, es una historia que todos pueden escuchar pero algunos pocos comprender.

María, una chica hermosa, de 15 casi 16 años, aquella que camina cada mañana por el parque y cuyos ojos taciturnos rememoran aquellos tiempos en los que se sentía parte de algo, en los que los “aires de la muerte” no inundaban su cuerpo hasta dejarle tiesa, hasta estremecer cada minúscula parte que le conforma; esa misma joven tiempos atrás también fue parte de un mundo.

María nació en El Placer, un pequeño pueblo lleno de costumbres, de relatos y de modos de vida. Un lugar, así llamado a partir de cada rutina y práctica que sus habitantes desplegaban en él. El placer no resultaba ser sólo un lugar, representaba para María y para cada habitante su propio mundo, ese en el que cada experiencia cobraba vida, en el que sus percepciones les permitían apropiarse y reconocerse.

El Placer no era un pueblo muy grande, pero se configuraba bien con su nombre, allí cada habitante se complacía con su estancia en él. Sin embargo, los vientos de guerra pasan y arrasan con todo, con un lugar, con un mundo y con su realidad. Ahora, quienes aún a pesar de todo habitan El Placer, caminan por sus rincones, y sienten entumecer su cuerpo, sienten cómo el desgano se apropia de ellos y cómo los “malos aires” producto de la muerte que arrebato todo, les aleja del mundo.

Alguna vez, alguien se acordó de aquel olvidado pueblo. Una mujer de unos 50 años le vio en un mapa y ese nombre llamó de inmediato su atención; entonces decidió visitarle. Caminando por un pueblo “fantasma” observaba los rostros inexistentes de aquellos habitantes. María, quien por allí caminaba esbozó una sonrisa a aquella mujer, quien sin conocer los hechos, sin comprender por qué ese lugar le era tan ajeno, se acercó y le interrogó sobre lo sucedido. María le relató a la mujer un poco de la tragedia que había abrazado a El Placer.

La mujer, sin temor le pidió a María que le llevara a esos lugares que la pequeña recuerda ahora llena de dolor. Caminando por el cementerio y por la escuela le expresaba a la mujer, lo que “el aire de la muerte” hacía en su cuerpo, pero lo que para ella resultaba tan natural, para la mujer eran palabras indescifrables. Aunque María se esforzaba por darse a entender, la mujer sólo repetía que era una experiencia incomprensible, que simplemente no podía asimilar que perceptualmente se hable de algo como “aire de la muerte” o “malos aires”.

La mujer decidió salir ese mismo día de allí, se despidió y se alejó del pueblo. María observa su partida y en su ser se desplegaba una especie de soledad, observaba a sus vecinos y amigos, a los pocos que la guerra había dejado vivir y sabía que ellos también eran dueños de esas sensaciones, que como ella, eran víctimas de una abrupta guerra.

María le daba vueltas a las palabras de esa mujer y buscaba otro discurso que pudiera dar a entender sus impresiones, pero sólo esas expresiones “mal aire” y “aires de la muerte” le permitían hablar de algo incomunicable; entendió con desazón, que ella y los habitantes de El Placer hacían parte de un no-mundo, que aquel ya no era un lugar, que los años de transitar y desenvolverse tranquilamente habían terminado y que sólo quedaba para ellos la sensación de aislamiento y de soledad frente a los otros.

María se cuestionaba (como quien escribe éste texto también lo hace) si para un país lleno de guerra y de víctimas, que sólo pueden valerse de expresiones que no se comprueban empíricamente, en realidad resultan tan lejanas esas palabras; y si todos los que han sufrido los vientos de la guerra se quedan sin un mundo por siempre, para siempre; o si, por el contrario, esos mismos vientos, ese duelo y aceptación de la pérdida reconstruyen poco a poco un nuevo mundo, si algún día podrán sentirse nuevamente parte de un lugar. Si El Placer, como tantos otros lugares, un día no sólo será parte de un mapa, sino del mundo mismo.

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