miércoles, 19 de noviembre de 2014

Escritura espontánea, David Alejandro Fonseca

No hay en el presente texto un fin propuesto, de entrada encontramos una invitación a no malgastar nuestro ocio en un tema aparentemente frívolo y vano. Montaigne dedica sus ensayos a sus familiares y amigos, la única pretensión que deja entrever el autor es la de reflejar en sus escritos algo de su temperamento y humor. A mi parecer, esta es la razón principal por la cual Montaigne escribe esta obra con un estilo ensayístico, pues, éste le permite desarrollar y presentarnos de manera escrita su modo de reflexionar, que resulta bastante particular en el ámbito académico.
No pretendía Montaigne más que darse a conocer de manera viva y completa, es una suerte de autoretrato, pero con la implicación de ciertas particularidades. No es un autoretrato en el que se quiere reflejar un buen vestir, ni unos andares estudiados, sino que se quiere retratar en su forma sencilla, natural y ordinaria. Aunque Montaigne expone que no hay artificio ni contención, reconoce y, en cierta medida, porfía, que se presentará al natural en la medida de lo posible, es decir, dentro de lo permitido por el respeto a las costumbres. De allí me surge la cuestión de hasta qué punto la obra tiene una especie de autocensura, y de que dicha obra resultaría aún más interesante, si se hubiera desenvuelto en la dulce libertad de las primeras leyes naturales.
En Montaigne, encuentro cierto nomadismo en su reflexionar, es un espíritu libre –retomando a Nietzsche–, pues, el espíritu libre siente el curso hacia la libertad como el impulso más fuerte de nuestro espíritu y, en contraste con los intelectos atados y firmemente arraigados, vemos casi nuestro ideal en un nomadismo espiritual.
La relación que encuentro con Nietzsche se debe a un aspecto muy particular y personal: la lectura es agradable y no implica sacrificios del intelecto. En ambos autores, aunque en un mayor grado en Montaigne, la escritura parece desarrollarse en una conversación muy natural, y los temas resultan muy habituales, temas que ordinariamente pueden surgir del diálogo y la embriaguez.
Me resulta atractiva la caracterización que realiza Montaigne de Alejandro y Calígula, personajes que superaran los límites de la necedad, que a mi parecer son el prototipo de una megalomanía enfermiza, que no satisfechos con la grandeza y el poder, buscan obtener omnipotencia, erigirse como dioses. Atacan de manera excéntrica y casi fantástica a quienes osan a oponerse a su poder, sin importar que estos sean los mismos dioses o la fortuna; incuban sentimientos de venganza titánicos.
En Alejandro estaba el valor y la valentía, era clemente pero ansiaba un gran enemigo valeroso, estimaba el valor como algo tan suyo y propio que a esas alturas no podía sufrir verlo en otro sin sentir el despecho de una pasión envidiosa. Era clemente porque sabía que el inofensivo gusano al ser pisado se enrosca, lo contrario ocurre con el valiente, con el gran enemigo que debe ser superado, pues, es una amenaza efectiva. Citando a Nietzsche: con esta voluntad en el pecho no se teme lo temible y problemático propio de toda existencia; se lo busca incluso. Detrás de semejante voluntad está el valor, el orgullo, el ansia de un gran enemigo.

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