viernes, 29 de enero de 2021

Diario, Erika Farfán


Mientras leía a Angela Davis, no podía evitar sentirme aludida ¿por qué? Porque soy mujer, y las discusiones que ella iba planteando alrededor de la feminidad, no eran tan lejanas de lo que actualmente vivimos las mujeres. Claro, han cambiado muchas cosas, y tenemos mayor reconocimiento tanto en la esfera pública como en la privada, pero eso no deja de lado que aún hay muchos aspectos o momentos en los que seguimos siendo vulneradas o relegadas por nuestro lugar en el mundo como mujeres, no solo biológico, sino también cultural, sexual, ideológico, etc.

Les daré un ejemplo de ello, en medio de mis búsquedas de empleo, que no han sido pocas (la vida de la estudiante de clase media), me he sentido bastante decepcionada con lo que hemos “avanzado” en inclusión y en equidad de géneros en el aspecto laboral -por ejemplo-. Pues me he encontrado ofertas en las que o requieren que sea un hombre porque no somos lo suficientemente “fuertes” aun cuando damos a luz a un hijo o mantenemos a un hogar sin necesidad de un hombre, en fin, es muestra de que ese avance del que tanto se ha alardeado la humanidad, está bastante atrasado, por lo menos en el Colombia.

Otra oferta que he encontrado ha sido para vender x o y producto, y debes tener una determinada talla de ropa, leyeron bien – TALLA DE ROPA– para impulsar o vender un producto, pues, más allá de las capacidades de dicha mujer que quiera laborar o tenga la experiencia o capacidades para cumplir dicha labor eficazmente, lo importante es cómo se ve la mujer físicamente y cómo “debe cumplir” con los parámetros de una belleza –muy superficial, por cierto– que solo se mide en centímetros o tallas y que definiría incluso la idoneidad de una mujer para un puesto de trabajo, como si sus capacidades intelectuales se redujeran a cómo se ve corporalmente y no a lo que hay en su cerebro. Creo que está imagen sigue reflejándose en la cultura y de allí que cuestiones como esta sigan estando en nuestra cotidianidad como mujeres en medio de un país y un mundo que aún es machista, aunque nos quieran convencer de lo contrario.

Y todo ello lo recordaba con los argumentos de Davis, porque además de cuestiones físicas o intelectuales, hay parámetros machistas que aún nos siguen rodeando y afectando, tanto a mujeres negras como blancas, porque hay problemáticas que como ella bien nos muestra van más allá del papel social (clase) o del color de piel o la raza, e incluso, me atrevo a decir que la orientación sexual o el género.

Por otro lado, creo que también vemos en nuestros contextos y vidas cotidianas como mujeres –e incluso– como miembros de una sociedad, otras problemáticas que nos afectan, como la violación que se justifica por la forma en la que ibas vestida, por caminar sola de noche, por ser promiscua y una «cualquiera», por ser determinado país, etc. Y son cuestiones que pareciese que no ocurren tanto, o que han dejado de pasar de la misma forma que antes, pero lo que sucede es que se encubren y no se mencionan, son de esas cosas que se meten de bajo de la alfombra para que nadie más las vea aun cuando sabemos que hay están, pero si nadie más las nota, todo estará bien y tranquilo. Sin embargo, es ese silencio, ese no hablar del tema que hace que muchas mujeres tengan miedo de contar sus experiencias o sus vulneraciones por miedo a la revictimización o al olvido. No se trata de haber sufrido o no esos actos, sino que al ser mujeres, o al ser lesbianas, o al ser gays, o líder social, nos identificamos con ellos como seres humanos, como miembros de una sociedad que deberían ser tan importantes como cualquiera, o mejor dicho, que su vida debería valer y respetarse de la misma manera en la que se hace con otros, independientemente de cada una de sus particularidades u orientaciones. Porque si seguimos justificando actos como estos, o normalizando la muerte o el maltrato de muchas personas, estas seguirán –y como hemos visto– siguen ocurriendo en nuestro país.

Pienso también en pequeños comportamientos que nos han sido dados por la cultura o la costumbre, como el hecho de tener que servirle al hombre primero a la hora de cenar porque es el “hombre de la casa”, como el que las niñas no pueden jugar con carros porque son “marimacho”, como el que las mujeres son buenas para la cocina porque son “mujeres”, o que está mal que una mujer no se quiera casar porque será una “solterona” y no la van a respetar por no tener la figura de un hombre, etc. La lista podría seguir muchas páginas, y la idea no es centrarme ahora en esto.

En cuanto a la última, opino que siempre hemos cargado con esa imagen, de que nos sentiremos más seguras con un hombre, o que a estos se les debe un respeto mayor porque son más grandes o corpulentos que nosotras, y personalmente siempre me ha molestado, porque es reducirnos tanto ideológicamente, como mental y físicamente, porque nos ha hecho inseguras y que tengamos que recurrir necesariamente a esa imagen para recobrar esa seguridad y tranquilidad que no tenemos si estamos solas por una calle en la que hay hombres. Y porque nos incomodan o sus piropos o sus miradas, pero a las que según “la cultura de lo normal”1 debemos acostumbrarnos y hasta sentirnos alagadas con sus acciones porque ellos son hombres, y son salvajes, y no se les puede negar que miren, porque «mirar no es pecado» y los piropos serían halagos a la feminidad, cuando en realidad no lo son, son solo cosas que se normalizan para justificar una inferiorización, y hacia una mirada de objeto a las mujeres, y es precisamente esto, lo que debería cambiarse o al menos visibilizarse para guiar el cambio y en verdad tener un “avance” que realmente trascienda y no solo que oculte el problema detrás de la cortina del cambio pero que oculta lo realmente importante, la experiencia de las mujeres y de las minorías (que en realidad no son tan pequeñas) en la sociedad en la que vivimos.

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