martes, 25 de octubre de 2016

Carta, Diana Acevedo


Bogotá, octubre 6 de 2016

A quienes comparten conmigo la labor filosófica en las aulas,

Sumidos en la incertidumbre política, ad portas de echar por la borda seis años de negociaciones por la paz en la Habana, la inclusión la voz de las víctimas, los movimientos sociales y los sectores más golpeados por la guerra; ante la posibilidad de que una vez más el país esté sometido a las feria de las vanidades y ansias de poder de las élites y sus agendas ocultas y decisiones unilaterales, surge inevitablemente la pregunta de si vale la pena filosofar. ¿Filosofar dónde? ¿Filosofar qué? La imagen de la filosofía en su torre de marfil, desvinculada de la realidad, indiferente y con aire de superioridad ante los asuntos terrestres y cotidianos desafía y pone en cuestión el sentido mismo de lo que hacemos. Pero sobre todo, nos hace pensar que la filosofía corre el riesgo de ser un fantasma, una imagen vacía que no se refiere a nada realmente. Quizás el síntoma más fuerte de la crisis consiste en que no hay torre, porque no hay filosofía. La realidad, el peso ontológico, de lo que hacemos a diario en las universidades y, en concreto, en la universidad pública se me escapa de las manos. Adquiere un tono espectral y engañoso: sospecho que no filosofamos. Esas reuniones, esos cónclaves de expertos para rendirle culto a textos, tesis y argumentos de otros, lejanos temporal, geográfica cultural y políticamente de nosotras y nosotros aquí, esas reuniones, carecen por completo de sentido hoy. Hacemos que filosofamos, pero le dejamos a otras y otros la tarea de pensar. Cuando nos imagino como marionetas, me da risa la seriedad con la que nos tomamos una tarea tan vana. No puedo responder si vale la pena filosofar después del 2 de octubre, porque no estoy segura de que hallamos filosofado antes. La filosofía, urbana y elitista, en este país irrevocablemente marcado por la colonia y su máquina de aniquilación, ha fallado desde todo punto de vista. Nos creemos merecedores de ese título vacuo por permanecer idénticos, porque creemos que podemos proseguir como si nada hubiera pasado, a la larga tampoco ha pasado nada antes. No pasó nada en nuestras aulas con las masacres, no pasó nada en nuestras aulas con las desapariciones, el desplazamiento forzado de pueblos enteros, no pasó tampoco nada con el inicio de los diálogos de paz, no pasó nada con su culminación exitosa, no pasó tampoco por las aulas el acuerdo y sus propuestas y hoja de ruta para atender las causas históricas de la guerra. No pasó por los textos que leímos, las tesis que escribimos, los ensayos, los artículos, los libros. Seguimos leyendo a Platón, a Aristóteles, a Kant, a Nietzsche, a Deleuze, a Rancière, a Dummet, a Davidson, a Fregue, a Quine… Y creímos que todo esto valía por sí mismo, y le dedicamos horas de nuestra vida, ¡no podíamos estar más equivocadas(os)! Hacemos que filosofamos, hacemos como si filosofáramos. Esta ademán del pensamiento es el fracaso del pensamiento. Qué clase de cinismo puede hacernos creer que podemos y hemos podido permanecer inalterados ante el terror, ante la capacidad bélica y de exterminio de nuestros compatriotas, ante el desparpajo con el que la clase política se reparte el botín. Sospecho que si creemos que podemos seguir como si nada después del 2 de octubre es porque no hemos filosofado, porque no estamos, ni hemos estado listas(os) para pensar. Entonces, lo que hacemos a diario está lleno de palabrerío, de simulaciones de pensamiento que brillan por el ejercicio de una razón bien entrenada y rigurosa. Hablamos, como si habláramos de algo porque hablamos bien, porque nos atenemos a lo que hemos delimitado como buenas razones o el ámbito de la racionalidad. Nos sentimos seguras(os) allí, confiamos que todo lo que se produzca en ese ámbito estará bien. Pero hay adalides de las buenas razones por todas partes. Los hubo en la campaña por el sí, los hubo en la campaña por el no, los hubo defensores de la abstención que alcanzó casi el 70%. Lo que hacemos en la academia se parece ese circo de pretendidas razones, “razones” por pose, que vivimos en la contienda pública los días anteriores al plebiscito. A casi nadie en ese circo le importaba realmente sobre qué eran esas razones. A la larga esas buenas razones fueron una forma más de habladurías vacías, como la nuestra. Y el sinsentido que se impone cuando triunfan esas palabras vacías es todo lo que queda en plata blanca.

Con ustedes,

Diana Acevedo Zapata





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