lunes, 15 de febrero de 2021

Diario, Lucía González

 González Lucía, Diario IV 

Sobre cómo Angela Davis me permitió redescubrir a mi abuela 

 

Paulina del valle es un personaje de la escritora Isabel Allende que siempre me recordó a mi abuela. Paulina es una mujer muy hábil para los negocios, muy sagaz y tiene buen sentido del humor. Es una mujer muy fuerte y perspicaz, no se deja engañar fácilmente, siempre huele a agua de gardenias y me la imagino muy apuesta, tal como Chelín —mi abuela— que siempre aparece, a los ojos de quien la ve y a los oídos de quien la escucha, muy bella. Chelín solía ser muy lúcida, aún conserva algo palidecida esa lucidez. Ella solía manejar los recursos que le daba la renta de los locales de su casa para solventar a muchas personas que estaban a su cargo. Siempre logró ese objetivo con suficiencia, aunque a veces dio a algunas personas más que a otras, pero a nadie le faltó nada. Ella siempre supo cómo negociar, cómo cobrar y cómo invertir.  

Chelín no solo me recordó las bondades del personaje de Paulina del Valle, sino también sus actitudes más repudiables. Paulina protegía a sus hijos varones de todo, y siempre se mostraba muy frágil ante la idea de que pudiera ocurrirles algo. Esto la hacía aparecer como un personaje un poco hostil con las mujeres. Eso sí, mi abuela nunca fue codiciosa, quizás esa sea la distancia entre ella y Paulina. El trato diferencial entre mujeres y hombres, que mi abuela nos dio en casa, siempre fue una realidad que me resistí a admitir. Traté de no prestarle mucha atención y en algunos momentos dejé de pensar en eso, dejé de sentirme molesta y dejó de parecerme reprochable. Eso ocurrió quizás porque empecé a frecuentar otros espacios, a salir de casa y a no permanecer tanto a su lado. Sin embargo, el confinamiento a raíz de la pandemia me hizo enfrentarme con más nitidez que antes a esa realidad.  

Empecé a sentirme muy ofuscada, muy triste, muy llena de rencor. De un momento a otro, todo el amor que abrigaba por ella se había desvanecido —o al menos eso me parecía—. Le prestaba atención cuando me necesitaba para algo, hacía los mandados, pero la confianza y todo el cariño ya no estaban presentes. Mi abuela ya era muy Paulina del Valle para mi gusto y empezaba a pesarme su cercanía. 

El momento en el que mi aversión era inmanejable coincidió con un momento del seminario en el que debíamos leer un capítulo del texto de Angela Davis, a propósito del entrecruce entre el racismo y el movimiento pro-aborto en Estados Unidos. El día en que leí ese capítulo me entregué a revisar esas líneas con esmero, porque me había percatado de que ya no eran otros lugares distintos a mi casa, sino los textos, los que me ofrecían refugio. Siempre leí a Davis con un par de lágrimas en los ojos, o veces con más, porque los testimonios que nos brindaba su libro me originaban esa reacción. 

En esa ocasión debíamos leer el capítulo 11—si mal no recuerdo— para comentar la respectiva ponencia que estuvo a cargo de una de nuestras compañeras. Cuando leí el capítulo encontré una idea muy sugerente acerca de cómo abordar el debate alrededor del aborto. Davis hace allí un rastreo del movimiento pro-aborto en los Estados Unidos y se encuentra con que es un movimiento que surge por el trabajo de mujeres de clase social privilegiada que buscan terminar con las concepciones existentes sobre la femineidad y la maternidad obligatoria. Este propósito es rápidamente atacado por el gobierno estadounidense a partir de argumentos racistas. Las mujeres blancas son obligadas a abandonar la lucha por el derecho al aborto, con el argumento de que su reproducción es necesaria para equilibrar la balanza con los nacimientos de personas negras; quienes eventualmente podrían tomarse el control y perseguir la venganza racial en contra de las personas blancas. Así, el aborto es descubierto como una herramienta de control natal que no debía ser empleado por mujeres blancas, pero que sí debía ser empleado por mujeres negras, para evitar el crecimiento de dicha población.  

Por supuesto, la figura de las personas negras tuvo que ser manipulada al punto de que los movimientos feministas blancos, quisieran emplear el aborto como herramienta para controlar los nacimientos de, por ejemplo, hombres negros —que solían ser presentados como potenciales violadores de mujeres blancas. Varios mitos alrededor de las personas negras, como su tendencia a la violencia y su asociación a la pobreza y la indigencia fueron los catalizadores de la promoción de campañas de esterilización y aborto de las mujeres negras; mujeres que en algunos casos sí deseaban la maternidad. La maternidad parecía estar prohibida para las personas que era de raza negra y que eran asociadas a las clases sociales más bajas, con el argumento de evitar la reproducción de la miseria. Una vez vistos los orígenes del movimiento pro-aborto y su relación con el racismo, Davis nos hace patente que la exigencia ha estado mal orientada, pues el aborto no debería ser una obligación para que ciertas mujeres puedan salir de la miseria o conservar sus empleos para no morir de hambre. Por lo tanto, es necesario no buscar el derecho al aborto —sin más— sino el derecho a la elección de la maternidad. De modo que es necesario buscar que sean garantizadas tanto las condiciones para que una persona pueda interrumpir su embarazo, como las condiciones sociales y económicas para que una persona pueda ser madre. 

Cuando leí los argumentos de Davis sobre el derecho a la elección de la maternidad inmediatamente pensé en mi abuela, la de hoy, no la Paulina del Valle de siempre, sino la palidecida Paulina del Valle, fuerte y perspicaz que persiste en ella. No pude evitar recordar el día en que se opacó, el día en que perdió la lucidez y la memoria. Ese día, o más bien, esa tarde, fue la de un domingo hace unos 10 años. Yo tenía unos 12 o 13 años y aún acompañaba a mi abuela a la misa de los domingos —como solía hacerlo siempre— hasta ese momento, porque desde ahí no regresé jamás. Recuerdo que el sacerdote estaba muy implicado en su sermón de la misa de 6 de la tarde. Un sermón sobre el aborto y lo malditas que estaban las mujeres que lo practicaran. 

— Las puertas de los cielos no se abrirán para las mujeres que aborten, porque es un atentado contra la vida, y la vida es sagrada, porque todo bebé está hecho a la imagen y semejanza del altísimo, decía el sacerdote. 

Más o menos recuerdo que lo vi manotear con ahínco, mientras se le movía la sotana de figuras doradas. Las mujeres que estaban alrededor mío tenían los ojos inundados de miedo y casi que hacían un gesto con las manos, como cuando una las agita porque ha pasado algo muy grave. Mi abuela en cambio estaba inmóvil, y le faltaba color, estaba como una hoja de papel. Creo que ni siquiera comulgó, ya no lo recuerdo bien. Solo recuerdo que salimos de la iglesia, luego de las palabras habituales:  

Padre, Hijo y Espíritu Santo, desciendan sobre vosotros y permanezcan para siempre. 

    — Amén. 

Yo llegué a la casa y luego de un rato me dijeron que saliera de la habitación. Para ese entonces yo compartía la habitación con mi abuela, pero me insistieron en que debía retirarme. Una tía entró, luego entró mi mamá y yo escuchaba a mi abuela llorar. Mi mamá bajó a la cocina y preparó un agua de yerbas, creo que era de cidrón. También buscaron la valeriana, preguntaron si había toronjil... Mejor dicho, yo sabía que algo grave había ocurrido y que mi abuela no estaba bien. Empecé a impacientarme, llegó otra tía, iba alguien con el fonendo y el tensiómetro a tomarle la tensión a la abuela. Hasta que finalmente mi mamá salió y mi abuela se quedó con sus otras hijas.  

Cuando mi mamá salió de la habitación yo le pregunté qué era lo que le pasaba a mi abuela, yo necesitaba saberlo. A mí nunca se me han ocultado cosas en la casa, incluso mientras fui pequeña siempre encontraron la forma de enterarme de las cosas, aunque fuese grave. Entonces mi mamá trató de explicarme que mi abuela estaba muy afectada por algo que ella había hecho cuando era joven. Cuando ella me dijo eso, no necesite que terminara de contarme, porque asumía que todo tenía que ver con el aterrador sermón sacerdotal sobre el aborto. Sí, mi abuela había abortado, pero eso no me generaba asombro o rechazo, yo estaba muy asustada porque no quería que le pasara nada, no quería que se enfermara por la angustia. Recuerdo que dije muchas groserías: “Padre malparido” “viejo cacreco”, entre otras más. Por supuesto mi madre y una de mis tías me advirtieron que yo no podía decir nada al respecto y así fue, yo nunca dije nada.  

Pasaron los días y mi abuela empezó a empeorar, su presión arterial era muy alta. Y un día una tía tuvo que ir a la casa cural a buscar al padre Carlos. Yo le indiqué cómo era, le dije que era un enano rubio de gafas. Mi tía lo llevó a la casa, porque para ese entonces vivíamos al lado de la iglesia de Villa Claudia. El señor fue a la casa, creo que fue a confesarla y a darle el perdón divino. Pero mi abuela siguió empeorando con los días, su presión arterial era tan alta, que le restringieron, por una orden médica, el consumo de sal. Esa suspensión abrupta redundó en un letargo en el que mi abuela se sumergió y del que salió mucho tiempo después. Mi abuela decidió olvidar y hubo un tiempo en que ni se acordaba de mi nombre, y se bañaba más de una vez por día, porque no se acordaba de que ya lo había hecho. La Paulina del valle se desapareció. Mi Abuela no recordaba ni su trato diferencial con las mujeres y los hombres de la casa, ni nuestros nombres, ni los locales que tenía rentados, ni mucho menos el sermón, ni al padre Carlos.  

Mi abuela nunca volvió a ser la misma después de eso. Se le olvidan las cosas que hace a diario, en dónde guarda sus objetos personales y muchas otras cosas. A todos nos recuerda, se sabe nuestros nombres y a veces se acuerda de las fechas de nuestros cumpleaños. Pero no recuerda nada sobre aquello que le generó tanto dolor, ni siquiera recuerda el sermón. De la Paulina del valle fuerte quedan varios visos, pero muchos de ellos se han ido.  

Leer a Angela Davis me hizo recordar ese suceso en la vida de mi abuela y me hizo preguntarme por las condiciones que ella debió tener garantizadas para ejercer su maternidad si lo hubiese querido, o para no haber sido juzgada por haber decidido no ejercerla. Leer a Davis me hizo redescubrir a mi abuela, me hizo suspender el malestar y la aversión que estaba sintiendo hacia ella. Me hizo verla como una mujer valiente que se ha enfrentado a opresiones y que ha resurgido de las tristezas más profundas para seguir viviendo al lado nuestro, con su garbo, su olor a agua de gardenias y su tesón. 

 

 

 

 

 


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