lunes, 15 de febrero de 2021

Diario, Lucía González

A mí qué me importa si la Filosofía es una cornucopia

En la licenciatura hay docentes que tienen muy buena fama, tienen fama de ser muy buenxs, de poner a sus estudiantes a pensar y de saber mucho. Ese es el caso del profesor de filosofía de la educación, quien siempre es descrito como un erudito, un señor con un gran discurso y con la capacidad de ponernos a pensar. El señor sabe de literatura, ha escrito microcuentos, sabe de psicoanálisis, y, además, desarrolla con genialidad sus clases. Varios de mis compañeros quieren ser como él y tener clases semejantes.

Como una vive de rumores y de las impresiones de los demás, era obvio que yo tenía muchas expectativas sobre la clase de ese profesor. Sin embargo, cuando ingresé al curso me encontré con una persona muy retrograda; una persona que se negaba a utilizar una diapositiva y criticaba su uso, porque decía que la imagen nos ahorraba trabajo mental y nos volvía perezosxs. Además, sus clases eran interesantes para algunas personas, mientras que otras estaban sin estar allí, pero eso al profesor no le importaba. En la clase hablaban las mismas tres personas o cuatro de siempre y por más de la mitad del semestre se discutió acerca del estatus de la filosofía. La pregunta era si la filosofía era una disciplina, o si era una cornucopia de disciplinas al que se le habían ido desagregando una a unas ciertas áreas.

Si se respondía que era una disciplina entonces se tenía que averiguar cuál era su objeto, así que varias personas empezaron a postular posibles objetos; asunto que siempre redundaba en un dilema, porque parecía que las otras disciplinas ya se encargaban de ello. Por otro lado, si se respondía que era una cornucopia, se terminaba preguntando qué era lo que le había quedado a la filosofía luego de desagregarle las demás áreas de conocimiento. Parecía ser un problema crucial en la clase identificar cuál era la importancia de la filosofía, por qué debería tener un objeto definido, por qué debería ser pura, sin tintes de otras áreas. Al menos por allí giró el asunto en la clase. Luego de esas sesiones, que a mi modo de ver promovían cierto purismo, el profesor tomó un libro de Nietzsche, acerca de la pedagogía, y puso una oración del mismo en el tablero. La idea era analizar ese fragmento sin ningún otro recurso, porque el texto habla por sí solo, según el profesor.

La discusión que se suscitó luego de leer esas líneas en el tablero fue la de si la educación borraba los instintos (no la recuerdo con tanta claridad). El profesor se empeñaba en preguntar por la función de la educación respecto a los instintos. Yo intervine en una de esas discusiones y no recuerdo qué fue lo que dije, el caso es que el profesor me dio la razón, luego, uno de mis compañeros le murmuró a otro: “esa chica es pila” y el otro le contestó: “no, eso es pura suerte”. Yo me quedé pensando en ese comentario y me desconecté de la clase. Mientras tanto, la discusión se centraba en el mismo punto, hasta que el profesor dijo que si mi postura se tomaba como verdadera habría determinadas consecuencias, él me preguntó sobre eso y yo me quedé en silencio. Yo ya no estaba en la clase, yo estaba en las palabras de mi compañero, en sus gestos. Me había quedado en ese pequeño instante y no había logrado salir de él. Lo que me hizo salir de allí fue aún peor, el profesor dijo algo así como: “a ver hablo yo porque esta no se pudo defender”. Me parece que fue algo así lo que dijo. Entonces el sujeto que había dicho que mis aciertos eran producto de la suerte se empezó a reír muy fuerte, pero no solo él, casi que todas las personas que estaban en el salón de clase lo hicieron.

Ese día me sentí minúscula, aunque lo superé muy rápido. El enojo me duro apenas unas horas y luego me olvidé de eso. No dejé que ese comentario me apabullara y seguí interviniendo con normalidad en las demás clases. A esa clase, en específico, no volví a prestarle atención, porque era una clase que ejemplificaba el ejercicio docente de una persona que tenía convicciones opuestas a las mías. No creo que haya que rescatar el estatus de la filosofía y promover aversión a otras áreas del conocimiento. Tampoco creo que la lectura se limite a la literalidad del texto. Y, por supuesto, no creo que la forma de abordar a mis estudiantes sea la que ese profesor empleó conmigo. Mucho menos estoy de acuerdo con que las clases sean plataformas para darle poder a los estudiantes varones, para promover que se monopolice la palabra y se compita por contestar lo que el docente quiere escuchar. En una clase de ese estilo solo se promueven el elitismo y el sexismo, y eso es muy grave, porque estamos acostumbradxs a soltar la risa ante eso o a no decir nada al respecto. ¿Qué clase de producción filosófica podría surgir si nos ceñimos a los criterios de ese docente? Creo que nuestras ponencias del seminario no ingresarían dentro de lo denominado como producción filosófica, mucho menos los textos de referencia.

La pregunta que ronda por mi cabeza, dicho esto es si dentro de la filosofía no hay lugar para una despatriarcalización. No sé si es que tendremos que alejarnos de este lugar de enunciación y hablar desde otra parte. O, por el contrario, si es que la definición de este lugar de enunciación (la filosofía) puede renegociarse, para que dejemos de sentirnos desarraigadas. Si esa renegociación no pudiese tener lugar a corto plazo me atrevo a decir que me arrepiento de haber elegido la carrera que elegí y que tendré que buscar otro lugar desde el cual aportar, sin verlo como una trinchera.

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