lunes, 15 de febrero de 2021

Diario, Lucía González

Las clases me han enseñado lo que no quiero ser

Un día de octubre decidí no ingresar más a uno de los seminarios que vi en este semestre. El seminario trataba el problema del reconocimiento mutuo, pero siempre lo llamé el “Seminario de odio mutuo”. Decidí no ingresar más por algunos asuntos que me tenían muy ofuscada. El primero de ellos, que ya me había afectado y había hecho que yo no participara en clase, fue un chiste que hizo el docente sobre uno de los participantes del Seminario; un estudiante que parecía no haber preparado su exposición y que fue motivo de indignación de varios de los que estábamos conectados.

Me parecía el colmo que el profesor hiciera chistes y no le dijera en la cara que su exposición había sido insuficiente. Esas cosas también hay que decirlas y hay que decirlas, no mientras nos vemos muy parcas o parcos, sino con toda la emocionalidad del caso. Por supuesto, no hay que ser ofensivas/os, pero sí es necesario dejar la condescendencia a un lado e indicar en qué se está errando. Si no, entonces es mejor hacer silencio y no hacer chistes de ese talante. Los chistes me hacen preguntarme si mis maestras y maestros nos hablan en serio o si, más bien, somos objeto de su mofa. Por eso me costó seguir interviniendo en el seminario, nunca más pude hacerlo tranquila.

En este seminario, en cambio, parecía que había espacio para construir, para hacer sugerencias buscando la mejora continua de nuestros propios textos. No hubo actos descalificantes, pero tampoco hubo condescendencia. Muchas de las personas que participamos procuramos leer los textos y comentar las ponencias. Pese a que hubo un momento del semestre en el que las clases sincrónicas dejaron de funcionar, considero que se hizo una labor importante al centrar nuestra atención en la producción escritural de nuestras compañeras y compañeros. Sin embargo, no puedo evitar denunciar la falta de rigor de varias/ os ponentes, la falta de continuidad en las discusiones y la falta de disposición de quienes participamos en el seminario. Nunca me voy a olvidar de que cuando intenté señalarle un error a una de mis compañeras, acerca del orden cronológico de los hechos narrados por Angela Davis, ella subió el tono y no me dejó hablar. Como si yo hubiese llegado con ínfulas de perfección a corregir sus desatinos. Como si yo fuera a señalarla con el dedo índice y a destruir su trabajo. Emplearé aquí uno de los dichos de mi abuela: ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre. No tenemos que acostumbrarnos a callar ante la falta de rigurosidad, así como tampoco tenemos que acostumbrarnos a señalar de forma irrespetuosa y destructiva el trabajo de nuestras/os compañeras/os.

Si hay algo que he aprendido durante este semestre es qué tipo de estudiante y de docente no quiero ser. No quiero ser una docente condescendiente, que le dé valor a todo per se y que permita llegar las clases a un absurdo. No quiero asentir falsamente. No necesitaré un séquito de estudiantes tras de mí, no necesitaré que me sigan a todas partes, ni que me secunden todo el tiempo. No necesitaré quedar bien siempre.

No, no soy amiga del consenso permanente. A mí me gusta disentir. A mí me gusta poner distancia, a mí me gusta exigir esfuerzo y buena lectura, a mí me gusta exigir buena escritura y buena redacción. Considero que hay que dejar de creer que el ejercicio de la docencia solo tiene dos extremos: El primero de ellos, el de ser una máquina demoledora de argumentos sorda y ensordecedora. El segundo, el de ser un colador sin malla, por el que todo pasa sin ser filtrado o evaluado. El de regirse por un relativismo extremo que no lleva a ninguna parte.

Ya basta de tanto sin sentido.

Quedan varias preguntas por hacerse:

¿Cómo podríamos tener mejores prácticas académicas como estudiantes y como docentes?

¿Cómo podemos generar ambientes seguros para la crítica? ¿Cómo evitar que las clases se vuelvan una carnicería?

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